Misionera

De lo nuevo

por Oscar Strasnoy

El asombro verdadero está hecho de memoria, no de novedad.
Cesare Pavese



0.

Mi nombre es Oscar, nombre recibido justo a tiempo, como en una carrera de postas, de mi abuelo ruso fallecido horas antes de mi nacimiento. Es extraño llamarse exactamente como alguien que uno no conoció, mismo nombre, mismo apellido, vidas paralelas como un canon a dos voces desfasadas en siglos distintos. Durante mi niñez argentina y mi juventud parisina, era rarísimo encontrarme con Oscares de mi edad, sólo me topaba con tocayos viejos o animales domésticos (estos últimos, homenajes vivientes al Oscar verde y peludo de Sesame Street). En mi adultez berlinesa, las cosas han cambiado. Sólo en mi estrecho círculo social hay seis Oscares nuevos, todos con edades de un dígito. ¿Qué quiero insinuar con esto? Que a veces en la novedad se esconde lo vetusto reciclado: lo que en el siglo pasado era un nombre en vías de extinción, en el siglo nuevo es un nombre de niño cool.
 

1.

Hace unos días fuimos a una exposición de Duchamp, el que, antes que nadie, decidió que lo nuevo no pasaría por el qué sino por el cómo. Lo novedoso no sería lo material sino el contexto en que cualquier objeto familiar estará inmerso — un mingitorio, digamos, en el medio de un museo: si Duchamp no cambia nada del objeto (o apenas — invirtiéndolo), sí cambia todo lo que lo rodea, es decir nuestra perspectiva. Lo poético surgirá de la desorientación que ofrece el contexto nuevo. De Duchamp al Borges de Pierre Menard no hay más que el cambio de disciplina.
El mingitorio de Duchamp me hace pensar en la música barroca, que no se preocupaba demasiado por inventar nuevos sonidos; componer consistía en barajar un abecedario de signos preclasificados, figuras idiomáticas, contornos melódicos, ornamentos, afectos vocales, emoticones acústicos explotados en cualquier obra de la misma época, convenciones intercambiables, lo que a la larga dio como resultado la fuerte identidad del estilo, al punto que muchos compositores, o al menos muchos momentos en sus composiciones, pueden confundirse. Bach aprendió el oficio de compositor arreglando obras de Vivaldi, que de tanto arreglarlas se volvieron personalísimas obras suyas. En esos tiempos no existía el copyright; la originalidad de un compositor no pasaba por tal o cual novedad acústica sino por el artesanado magistral con que cambiaba el contexto de signos convencionales.
 

2.

Esto me lleva a una evidencia de la que hablaba el otro día con mi alumno y amigo (y padre de un Oscar de 1 año) Samuel Blaser. Decidimos que el mejor compositor no es necesariamente el más original (aunque, paradójicamente, todo buen compositor es, a su manera, original), sino el que posee el más refinado sentido del timing, es decir, el que sabe decidir el momento exacto en el que el fluido acústico tiene que sufrir un cambio, justo antes de que nuestra atención decaiga: una curva, una ruptura, una interferencia, una suspensión, un zapping, lo que se le ocurra para renovar el interés del oyente. Los compositores tenemos bastante que aprender del arte de la retórica, como los políticos que desde un estrado intentan (a) seducirnos, (b) convencernos, (c) no dormirnos. La novedad se encuentra en cada nueva etapa del discurso — novedoso con respecto al momento que lo precedía. En la música, cada etapa sólo puede apreciarse en su justo valor una vez que ya pasó. El tiempo no nos permite una relectura. La escritura sí.
 

3.

¿De dónde viene la ansiedad de lo nuevo?

La primera tarea del arte fue (y sigue siendo) el oráculo, intentando remplazar el tiempo físico por el tiempo deseado, a veces tan deseado (o tan temido) que lo imaginado termina sucediendo. Pienso en los vanguardistas rusos, que fueron los verdaderos inventores de la Revolución, planeándola como obra de arte devastadora, deseando remplazar el alicaído arte burgués por una civilización nueva, artistas loquitos en modo-oráculo deseando una sociedad feliz construida sobre los huesos molidos de sus propios padres, sueño realizado sólo en parte: una sociedad que pocos años más tarde se encargaría de exterminarlos a ellos, uno por uno, para terminar de reinstalar un monstruo aun más inmóvil que el arte burgués que lo precedía. Paradojas de nuestra especie.
 

4.

Del otro lado de la paradoja está la relación de amor-odio entre el arte y el capitalismo, el sistema que iza la novedad perpetua como bandera. El capitalismo se sostiene sólo si la economía crece, y ésta crece sólo si los ciudadanos consumen, y estos consumen sólo si les pica el consumismo, es decir si temen que sus objetos se hayan vuelto obsoletos, los fabricantes producen novedades que envejecen a la velocidad de la luz para empujar a sus clientes a renovar el deseo consumista en una espiral neurótica de eterna insatisfacción. Me compro champú seducido por una nueva fórmula esgrimida en el pomo, luego me lavo el cráneo y tengo la sensación de siempre (pelo untado de moco), mientras que burbujas me soplan al oído que la caspa no nace en el cuero cabelludo sino en el cerebro, y que para eso no hay pomo ni nueva fórmula que valga. Buena parte del arte, por más contestatario que pretenda ser, imita este engranaje neurótico.
 

5.

Nikolai Fedorov decía que había que crear las condiciones tecnológicas para lograr la inmortalidad de todos los humanos, y que la tecnología apropiada para esa Meta común (ese era el título de su libro) era la misma utilizada por el arte y los museos. De estos últimos decía (positivamente) que son los templos de la obsolescencia, ubicados (siempre positivamente) en el polo opuesto a la idea de progreso, que consiste en remplazar lo viejo por lo nuevo. En arte no existe la noción de progreso — el arte es lo contrario del progreso, sigue Fedorov. El museo se convierte así en una máquina de preservar y de inmortalizar: todos los esfuerzos de la sociedad tenían que tender hacia la anulación de la muerte — Fedorov y los cosmistas rusos en general no hablaban de eliminar la muerte en un sentido figurado, como las religiones, sino que estaban convencidos de que las nuevas tecnologías (las de principios del siglo XX) podrían eliminar la muerte y que a eso tenía que tender la política de estado de la nueva sociedad. A esto Fedorov lo llamaba la museificación de la vida, ya que el arte era una fábrica de inmortalidad. El artista transferiría su músculo pensante a una máquina — la obra de arte — y esta perpetuaría su consciencia y de paso la consciencia de la especie. Y no sólo se refería a perpetuar a los ciudadanos vivos a partir de ahora (el ahora remoto de los tiempos de Fedorov) sino a resucitar a todos los muertos desde que dejamos de ser monos, todos resucitados gracias a las máquinas de arte.    

— ¿Y dónde se estacionaría tanta gente resucitada, camarada F.?

— En los museos.

El museo remplazaría al cementerio y perpetuaría nuestra especie, eternamente amenazada por sí misma.

— ¿Y cuando ya no hubiera más lugar en el mundo para tantos muertos resucitados?

Nuevos museos se instalarían en la Luna, en Marte y en Venus. Esta es (era), palabras más palabras menos, la Meta común de Fedorov.  

Entonces, por un lado, el consumismo neurasténico del capitalismo, con su símbolo consumista más refinado, el bulímico mercado del arte; por el otro, el museo inmóvil y perenne de Fedorov, en donde la humanidad conquista la vida eterna gracias a la tecnología del arte y sus parkings museales extraplanetarios
 

6.

A propósito de resucitar, pienso en el libro Contra los poetas en el que Gombrowicz sostiene, palabras más palabras menos, que su estilo es superior al de Dante porque, viniendo Gombrowicz cronológicamente después de Dante, éste está contenido en su prosa, contenido culturalmente, ya que la cultura provee todo, como el aire regala oxígeno o el pedo regala gas y él (Gombrowicz), habiendo sumado la inteligencia de Dante a la suya propia, no podía más que producir algo superior que lo que produjo sólo la inteligencia de Dante. No sé si lo escribió en chiste, pero sí que provocó lo que intentan siempre provocar los artistas: ira, risa, polémica, indignación, admiración, pataleos, grititos, gemidos y otras variaciones del signo de pregunta.
 

7.

Estoy escribiendo en un tren. Un déjà vu venido del más allá me retrotrae a un viaje en tren fantasma, propiedad de gitanos (la más libre y la más artista de las etnias humanas), en la Ipfmesse, kermesse anual de Oberdorf, del pueblo de Susi, donde el año pasado nos subimos a dar una vuelta en el ya mencionado tren fantasma, sólo para jugar a ser niños, tren fantasma que me lleva al fantasma que sobrevuela Europa de los primeros párrafos del Manifiesto Comunista. Lo del fantasma marxiano nunca me convenció: no hay nada menos renovador que un fantasma, que a priori ya nació y ya murió y ya tuvo tiempo de reciclarse en espectro. El fantasma del manifiesto me lleva a recordar obras y cosas que en su momento parecieron (y fueron) novedades geniales siendo en realidad fantasmas reciclados de trastos viejos, en primer lugar la ópera (como género), gran invento del siglo XVII no siendo en realidad más que la resucitación voluntaria y fantasmagórica de la antigua tragedia griega. La lista de reciclados es larga y ni voy a intentar desplegarla, de lo contrario mi manifiesto será infinito. La hipotética lista podría llamarse “estafas involuntarias” título que alquilo a un aprendiz escritor para una novela policial. Sólo voy a mencionar otro ejemplo, tal vez el más bello de todos: el niponísimo teatro Nô, que, como la ópera occidental, también forma parte de la lista de estafas involuntarias, siendo, muy involuntariamente en este caso, otra variación del antiguo teatro griego. En relación a “lo nuevo”, los japoneses hacen todo para que ese arte antiquísimo sea preservado tal como era cuando fue creado: mismos decorados, mismos textos, mismos gestos pasados de una generación a otra, preservado de contaminaciones extranjeras y espejismos tecnológicos, todo tal cual como era hace medio milenio, como si al menos en el teatro se pudiera detener la aplanadora del tiempo. La sala donde se representa el Nô es una máquina del tiempo, perfección congelada de una mítica época de oro: esa es también la función de ese arte, ritual recordatorio, refutación de la evolución — del mundo, de la especie, del pasado mitológico japonés, del arte — un mundo resucitado gracias al teatro en el mítico momento en que ese país alcanzó su climax colectivo.
 

8.

Hablando de Japón, ayer a la noche le pregunto a Susi, justo antes de que la engulla el sueño, por qué el arte está siempre tan obsesionado con la novedad y ella, siempre generosa de su tiempo, incluso cuando se está durmiendo, me contesta en un bostezo que la novedad es un invento del Modernismo: cosa de viejos. “Hoy en día nadie está preocupado por ser novedoso, el arte está dividido en dos: los que siguen deslumbrados por los problemas sociales (política, ecología, asuntos de género) y los que les venden chucherías a los oligarcas rusos y a los neo-gordis chinos. Además (esto ya lo dijo dormida) la novedad es una neurosis occidental. El súmmum oriental es la imitación mejorada”, y ni bien cerró las comillas, se durmió sus religiosas ocho horas, inmóvil y regular como un reloj atómico.
 

Epílogo

Estas reflexiones las acabo de escribir viajando en tren, sobre mi MacBook del siglo pasado, casi tan vieja como una Remington. No pienso remplazarla hasta que pegue su último suspiro (y mientras escribo, toco madera (busco madera en este mundo plastificado) para que eso no suceda nunca), quiero que me entierren con mi vieja MacBook, dos viejos fantasmas que no se rinden ante los espejitos de colores del progreso consumista, y resucitar los dos un par de años después de muertos, yo transformado en MacBook y mi MacBook transformada en Oscar, los dos jóvenes y duritos, en uno de esos museos extraterrestres de Fedorov.
 

 

Oscar Strasnoy
Tren Berlín-Lübeck, 10 de enero de 2019