Misionera

No soporto que otros se acuerden de vos

por Rita Pauls

“A esta altura cuento / con cuatro o cinco sentimientos /
alegría, miedo / amor / celos y obsesión / celos y
obsesión” Dos cassettes - Los besos

“No me hallo a gusto cuando me poseo.” - Montaigne

 


En la vida de un amigo está la mía. La amistad es algo paranormal, que es parecido a decir momentáneo. ¿Qué hay fuera del éxito y del fracaso? ¡El experimento! En Operación Masotta, Carlos Correas se propone retratar al amigo que lo enamoró y lo indignó en partes casi iguales. Tengo para mí que Correas y Oscar Masotta tuvieron una relación libro-cuerpo que nunca supieron explicar. En vez de entrar en el reino del placer se dejaron alejar. Tal vez por su testarudez marxista -que sería nacer un poco viejos- o de sartreanos entusiastas que eran o argentinos o profesores o por culpa de algún protocolo de virilidad, algo de todo esto de lo que estaban tan seguros que ellos eran no los dejó ver mientras escribían. Correas, el amigo herido, celoso de sus nuevas lecturas, parece decirle a Masotta ‘Nunca te quisiste como yo te quise’; refunfuña un texto futuro que se publica una vez que Masotta ya está muerto. ¿Cómo se prepara uno para el no control? ¿Se adopta algún ritual que lo suavice y lo ensueñe como para estar dispuesto a mirar la profundidad de algún asunto? Para olvidarse un rato de la identidad, esa mentira que brilla en la oscuridad un ratito, ese ratito suficiente para teñirlo todo de sí mismo. Qué alivio la superficie, ¡Gracias a la imagen y a los ojos que la vuelven posible! Cuán reparadora la velocidad con la que puede suceder todo sin arañarnos. ¿Pero sería siquiera digno llamar a eso experiencia? Suena un poco a tormento. Lo intransferible es el sabor de las cosas. -el geschmack, me dice mi vecina judía ortodoxa mientras su hijo menor le hace dibujos en el brazo con saliva-.
 


Ana Cristina César, poeta brasileña insomne, dice que los celos hacen aparecer un micrófono brillante. Suele ser así, funcionan como amplificadores, lupas con vidrios pulidos que magnifican acontecimientos, miradas y sombras. Los celos son una entrada en la ficción. Se dice que Otelo, de Shakespeare, es la obra dramática que presenta por primera vez la figura del ‘malo’. El malo tal como fue usado por el mundo de la ficción popular de ahí en adelante: un malo total, inmerso en la mezquindad de la poca imaginación, con deseos demasiado transparentes, en general asociados al poder y a las riquezas materiales. A Yago, el malo de Otelo, se le ocurre usar los celos como escalera para conducir a su rival al mismísimo infierno y arrojarlo al desastre. Los celos parecen estar hechos de cuentos que se tejen fundiendo interior y exterior en una bruma indistinguible que agobia. Son un polvo que al mezclarse con el aire busca generar un efecto instantáneo de verdad. ¿Pero a qué género pertenece la ficción sobre la que reposan? ¿Es una novela de aventuras? ¿Un poema de largo y entrecortado aliento? Los celos guardan consigo una ficción opaca, el aliento-envión que lleva a Correas -el intérprete enmascarado- a escribir su libro.
 


Mi mamá solía jugar en la cama de un rancho de playa con Moño, el cocker spaniel dorado y neurótico de la familia. Nuestro primer perro ‘de raza’. Yo había intervenido su flequillo con tijeras a los ochos años, tenía una peluca despareja que hacía que cualquier persona que lo viera en la calle se detuviera a examinarlo mejor. Mi madre y Moño jugaban a que eran un dúo de canto, ensayaban tonos líricos en un lenguaje incomprensible, ella en piyama tapada con una manta de pólar verde musgo, él con su peinado. A medida que avanzaban sus ensayos, en ese juego se inmiscuía otro: jugaban a ser novios. Ella lo abrazaba y se decían cosas de amor, de novios, se tironeaban el uno al otro. A veces mi mamá entraba a un cuarto y Moño ya estaba jugando a los novios sin decirle. Un día Moño en un ataque de pasión -desconfío de ese camino que asocia la pasión a la violencia, cuidadosamente diseñado por la misoginia del sentido común para proteger a los agresores; el sentido común, descubro ahora, revisando este episodio de la infancia, es, siempre, misógino-, en un ataque de duda, se abismó y mordió a mi padre en la mano haciéndolo sangrar. Después se olvidó.
 


El libro de Correas sobre su amigo es una operación porque es negro, urbano, violento y no olvida. Está hecho de intuiciones embalsamadas y de suspiros, un ensayito triste y enamorado. Tomarse demasiado en serio algunas amenazas y sentirse abandonados: situación de los dos jóvenes amigos hacia fines de los 50’s. El momento en que el propio destino deja de ser una abstracción disparatada, una cosa graciosa en otro idioma y parece empezar a dejarse ver. Correas y Masotta pasan juntos la época en la que uno se va enterando de esa historia y empieza a ver una imagen que creyó que nunca vería. El manto protector de la excepción se agujerea y la sensación de querer vivir sólo lo que se está viviendo se hace rara. ¡Lo que afecta a todos nos afecta! Descubren los amigos envueltos en sus trajecitos prestados. Operación Masotta tiene por subtítulo Cuando la muerte también fracasa y narra la historia de un muchacho bajo el efecto de sus lecturas, lecturas que toman el cuerpo como enfermedades. Los dos son ese muchacho. Un libro pone el cuerpo a funcionar de manera extraña; quizás la muerte también fracasa cuando se va a buscar a algún lado sólo lo que se espera.
 


Hay un murmullo que los celos no eclipsan del todo en Operación Masotta y es que en el error están el deseo y la forma. Oscar Masotta, aquel que se burlaba de los niños y Carlos Correas y sus biabas de anfetaminas y lecciones de griego soñándose famosos. De su amistad y de sus lecturas se desprende la sensación de que lo que brilla es algo anterior a la conciencia; la reminiscencia adorniana del mundo cuando sólo era habitado por animales. Si en nuestra fascinación sonámbula por nuestros amigos no vemos rastros de enamoramiento, algo no anda. La amistad irreproducible tiene mucho de enamoramiento voraz sostenido en el tiempo. Operación Masotta parece un ejercicio para eternizar lo pasajero y, como todo control, se descontrola.
 

Si Correas fuera un animal o un niño, este libro no existiría.