Misionera

Jamaica

por Bárbara Wapnarsky

Tengo hambre. Mis cuidadoras son dos. Una es buena y la otra es mala, ninguna me alimenta. Le dije a Irene que le pidiera a Roma que trajeran pollo, pero respondió que no había. Nunca hay. ¿Dónde estoy? Solo recuerdo que vine a una ceremonia y que hablaron de hacerle cosas a Igor y yo estuve de acuerdo. A veces me llaman Igor a mí y también llaman así a otras prisioneras cuando les avisan que les están llevando comida.
 

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Para aumentar mi confusión, empezaron a llamarse Igor entre ellas. Son siniestras. Mejor dicho, Roma es siniestra y, bajo su influencia, Irene también lo es. No hay forma de que mi situación mejore en tanto Roma siga demostrando su habilidad para transportar cosas con la grúa, ya que eso despierta una adoración irracional en Irene, la arruina. Por ejemplo, esta mañana Roma trajo un bizcochuelo a la celda de una tal Igor, lo anunció por los megáfonos y yo misma pude verla: “Igor, llegó tu bizcochuelo”, se escuchó primero. Después las garras de la grúa capturaron el bizcochuelo con una destreza silenciosa y lo depositaron sobre una tabla del mismo diámetro, que hacía equilibrio sobre unos formularios inclinados en forma de casitas. Eso no es posible de hacer, no es posible para mí ni para Irene y en eso reside su potencia. Creo que todas estas intervenciones de Roma sobre el paisaje sirven, más que nada, para mostrarnos el poder que ejerce sobre su hermana. Y aunque Irene diga que no lo son, es así: son hermanas. Tienen la misma nariz, el mismo mentón, el mismo pelo.
 

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Noté que se reparten el trabajo. Roma es la única que sabe manejar la grúa con la que transporta también cascotes y tierra. Irene, en cambio, está más quieta, casi siempre cerca mío. Cuando la tierra cae, pienso que llueve. Le pregunto a Irene si eso que escucho es la lluvia y dice que no, que Roma está cambiando el nivel en el que nos encontramos. A veces le pregunto cuál sería el nivel actual. Siempre responde: Uno. Mis esperanzas de escapar se frustran cuando veo a Roma trasladando cubos perfectos a los que llaman comida. Irene la mira con amor, mientras ella mueve con precisión las dos palancas hacia adelante y hacia atrás.
 

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Roma demuestra su dominio sobre nosotras haciendo visible la fascinación que su hermana siente por ella, mientras Irene niega que Roma pudiera controlarla solo para no sentirse denigrada. Intento tener más confianza con Irene para que ella actúe a mi favor. El problema es que siempre responde que las cosas no pueden hacerse a su antojo. Trato de demostrarle que no es justo tampoco que todo se haga al antojo de su hermana. Ella, en lugar de responder lo que a mí me interesa, aclara que no es su hermana, que son uno. Si insisto para convencerla, además, me esquiva diciendo que uno tiene que ceder. Le hago notar que no está bien que siempre ceda ella. Le explico cómo me veo perjudicada, en tanto yo siga acá, atascada, según la voluntad de Roma. Pero Irene no me contradice ni asegura tampoco que las cosas sean realmente como yo las planteo. Por momentos parece ida o se hace la estúpida.
 

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También pienso que podría ser al revés, que Roma sea buena. Al menos, por no establecer ningún contacto conmigo, no podría asegurar que esté tomando decisiones sobre mí ni sobre mi situación. Parece concentrada en su trabajo, mientras Irene recorta flores con un cuchillo solo para dejarlas tiradas sobre los grandes bloques de cemento que transporta su hermana. Es decir, mientras Roma intenta elevar nuestro nivel, Irene hace que todo parezca un cementerio.
 

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Simulo ceguera. Ya escuché que a otra de las chicas la alimentaron después de mostrarse muy enferma. Quizá de esa forma pueda establecer contacto directo con Roma. Hasta consideré que convencerla a ella podría ser más fácil. Percibo su conexión con la máquina. Su habilidad para maniobrar instrumentos tan delicados puede ser una señal de sensibilidad y, en el mejor de los casos, empatía. Sin embargo, la única que se me acerca es Irene. Es inútil la preocupación que tiene por mis ojos. Sospecho que ahora podría tener intenciones de quedárselos. Dijo demasiadas veces que le gustan mis iris manchados de amarillo. Aunque me tropiezo con los cacharros a propósito, está convencida de que la ceguera amplía mi visión.
 

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Roma llegó sobre uno de esos tractores con brazo robótico y depositó un cubo de cal sobre el pasto. Había varios en una pila y esta vez me ubiqué cerca de un hueco a través del cual podía ver cómo los soltaba. El sonido de los cubos era esponjoso y amplificado, aunque se veían sólidos. Irene, por primera vez, colaboraba: con un cuchillo, comprobó el grado de cocción del cascote. “Está listo”, gritó, aunque el cuchillo chorreaba material todavía. La columna parece cada vez más inclinada pero no se derrumba.
 

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Desperté confundida después de soñar con un lobo de mar atigrado, esos que dan vuelta a sus presas como si fueran un guante. En el sueño, el animal capturaba a un pingüino y, de una sola mordida, tiraba del pellejo dejando toda la carne afuera para comerlo sin estar en contacto con las plumas. Pienso que yo pude haber sido atacada por ese tipo de animal. Cualquier sobresalto afuera tiene su eco adentro como una descarga. Irene empezó a cuidarme: me pone gotas en los ojos cada tres horas. Creo que perdí uno de mis ojos y que ella, de una forma sádica y solo para que yo lo note, coloca muchas más gotas en ese agujero vacío, como esperando también algún tipo de crecimiento. Su cara de desilusión es la peor prueba: las gotas resbalan y caen, mientras veo las pilas de cubos deformadas por el líquido en la otra retina. Hice la prueba y, cuando me tapo el ojo izquierdo, no veo nada.
 

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Ahora simulo que no soy humana. Solo doy a entender que no estoy hecha para el trabajo. Le pedí a Irene que me dejara afilar un poco las uñas contra un tronco, aunque en realidad, solo quiero comerme las uñas. “No puedo, podrías comerte las uñas”, me dijo. Ya insistí muchas veces antes para que me dejara hacer otras cosas: raspar mis talones contra una piedra, anudarme el pelo, tomar sol, sonarme la espalda. Siempre dice que tiene que consultarle a Roma, pero no lo hace. Intenté enfrentarlas: le dije a Irene que debería pedirle a Roma que le comprara una reposera, que debería tener zapatos nuevos. Ella siempre sonríe, como si estuviera de acuerdo conmigo y yo creo que estoy a punto de lograr ponerla de mi lado hasta que menciono lo de mi liberación.