Misionera

Galeristas: El desarrollo de su cerebro

por Agua Menendez

Confieso haber encontrado, hace más de una década ya, el espacio justo desde donde ubicarme para manosear, desde el borde de la bañera, desde el equilibrio en el abismo, esa delicada línea de trabajo curatorial (dictatorial?) que a comienzos de los 90' fue confundida con el despotismo y la holgazanería.
Mi condición de hombre de campo, sin embargo, no me daba tiempo para actividades más allá de mi potrillo y mis gallinas. Con el tiempo, con meditaciones guiadas, caldos de cartílago y consultas al péndulo de la gitana del pueblo logré atravesar la tranquera conceptual que limitaba a los bueyes salvajes de mi pensamiento abstracto. El estatuto de personaje que me había construido para el gran exilio era una amalgama perfecta de distinción, motivación y emprendedurismo gauchesco a punto caramelo para conquistar la ciudad. Walter, mi único contacto con la realidad artística de Buenos Aires, es decir, Walter, mi amigo online, me había machacado con una frase que era algo más o menos así: ‘Si la línea de trabajo es buena, el proyecto es un éxito conceptual. Si el concepto es un éxito, la curaduría es un trabajo comercial’.
Decidí que mi línea de trabajo era un arma ideológica junto a la cual podría organizar perfectamente mi vida desde cualquier geografía. Había trazado teorías complejisimas, obras perfectas como sistemas cerrados y abiertos donde cada pequeño componente hacía sentido majestuosamente con una esfera de sentido superior. Agarré a Cleo, mi gallina preferida, y me fui.
Los primeros meses en Buenos Aires se pueden resumir en una única escena: Walter haciendo estragos con mi subconsciente lingüístico hablándome desde un ciber sobre las bondades de lo inmaterial y Cleo intentando reconstruir su mundo de gallina en un monoambiente en La Boca.
Pasé días estrictamente introspectivos revisando mis anotaciones, sabía que -como siempre- Walter tenía razón. Decidí reubicar mi línea de trabajo dentro de la esfera de lo inmaterial, construí un pequeño gallinero y me hice mujer.
Mi gran proyecto y mi nuevo estatuto de personaje (que cada vez se parecían más) estaban listos para penetrar finalmente la pasividad del espectador y del mundo en general. Me había cambiado el cuerpo, me habían crecido las tetas, había gastado todos mis ahorros en ropa de diseñador y bajo esta máscara mis misiones y objetivos podrían salir como un gran sol naciente analfabeto y altanero.
A los pocos días de haber tomado la decisión y con una línea de trabajo esquemáticamente organizada enfrenté un gran problema: no me gusta trabajar.
El carácter represivo de este descubrimiento no me dejó otra opción más que convertirme en una gran emprendedora, exprimí cuanto pude el valor comercial de las cosas. Iba a la panadería y compraba una cremona, con la cremona atraía cinco palomas, con ellas ideaba una danza donde cada una de las palomas picoteaba de un extremo de la cremona hasta que, de forma muy emotiva, sólo quedaban las migajas de lo que antes había sido un bello ejemplar de la panadería artesanal. Este tipo de obras se vendían desenfrenadamente y, en un lapso muy corto de tiempo, enfermé de hipermaterialidad.
Alquilé dos departamentos y los llené de obras de oro macizo, de chapa, de cartón. Obras como montoncitos de cáscara de pistacho, como campamentos improvisados, obras que eran como locales de Swarovski y obras que eran como material quirúrgico de descarte. Viví una puesta en escena de los años revolucionarios de mi vida, dí charlas en museos, milité con agrupaciones políticas, gasté muchísimo dinero en espuma y sales de baño, me hice liberal.
Desde que Walter trabaja full time de metalero prácticamente dejamos de hablar. El otro día me mandó un mensaje:

¡Artistas del mundo, uníos! ¡Abajo el trabajo! ¡A por los medios de producción!